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Thyratrón de Argón

viernes, 21 de agosto de 2009

In God we trust

Ahora que hay tantos datos económicos negativos y que todo el mundo estamos preocupados por la pérdida de valor de nuestros ahorros de toda la vida; de aquellos esfuerzos del trabajo condensados que nos permitirían afrontar el último tramo de nuestra existencia con la tranquilidad de saber que no nos faltaría un tazón de sopa caliente, con independencia de la anunciada quiebra de los sistemas de previsión social colectiva. Ahora, digo, se da uno cuenta de que lo ahorrado con tanto esfuerzo durante años y años, con el objetivo de no resultar una carga social o familiar en un futuro cada vez más cercano, puede perder de golpe un 40, un 50 % o, incluso, la totalidad de su valor.

Los que nacimos a finales de la primera mitad (o al inicio de la segunda) del pasado siglo creo que hemos sido injustamente tratados por el devenir de los tiempos. En nuestra infancia y juventud, si bien gozamos de una sociedad mucho más auténtica y más asentada en valores transcendentes que la de los jóvenes de hoy, tuvimos sin embargo una carencia generalizada de “goces materiales”. Me refiero a juguetes, alimentación, viajes, posibilidades de realizar una vida independiente ...

Los albores de nuestra época adulta, coincidió con el gran despegue económico y social de España. También ahí nos pintaron en bastos: trabajo, esfuerzo, jornadas interminables, letras para comprar el coche, el frigorífico, el apartamento… letras, letras, letras.

No hace tanto tiempo, antes de nuestra entrada en el Euro, nuestros billetes en pesetas estaban adornados por aquella leyenda que rezaba:” El Banco de España pagará al portador la cantidad de… 1000 pesetas “.

Esa cantinela daba cierta seguridad, en el sentido de que era presumible que en caso de necesidad te podías acercar a la Cibeles, entrar en el banco y exigir que te pagaran conforme a lo que aquel papel decía. Ahora ¿Cuánto vale un billete de 20 Euros? En ninguna esquina del billete dice nada sobre quien responde de su valor. Es más, en realidad, el billete de 20 euros puede valer 20 céntimos, que posiblemente es incluso más de lo que cuesta fabricarlo, y eso en el supuesto caso de que, si vienen mal dadas, alguien esté dispuesto a pagar esa cantidad por él.
Así, nos damos cuenta de que todo el sistema económico está basado en el dinero, ese producto etéreo, creación de la mente humana que, la mayor parte de las veces no es sino un apunte en un papel, ya sea éste un billete o, una anotación bancaria. Hoy en día, con la existencia de los sistemas informáticos bancarios, ese apunte es aún menos: tan sólo es un conjunto codificado de ceros y unos soportados en las memorias digitales de los grandes sistemas.

Aunque solo sea por razones tan materialistas como la de dar soporte al valor del dinero, responder del valor asignado a cada cosa sobre la base de un conjunto estructurado de reglas generalmente aceptadas (es decir aceptadas por la generalidad de los hombres), la sociedad humana se ha visto necesitada de la existencia de Dios. Necesitamos estar seguros de que el billete verde de dólar tiene un valor y por eso todos admitimos como garantía el “in God we trust” (en Dios confiamos) que figura en los billetes.

Pero, ¿Qué pasaría si de repente nadie confía en la economía?¿Qué pasa si en un instante todos los billetes se convierten en papel mojado y todas las anotaciones en cuenta sufren un repentino emborronamiento?

Sin querer ser catastrofista, puedo decir que algo así es lo que en la realidad actual está sucediendo al amparo del tambaleante modelo social capitalista en que vivimos. Una cosa que hasta ayer valía 100 - perdón: se le asignaba el valor de 100, es decir, todo el mundo admitía que ese valor lo representaba bien -, porque eso era lo que alguien (en el mercado) estaba dispuesto a pagar por ella, resulta que ahora vale 80. ¿Y por qué vale ahora 80? Obviamente, porque nadie está dispuesto a pagar 81 y, lo que es peor, es posible que mañana nadie pague tampoco 80.

En la sacralización del mercado y de sus leyes, hemos llegado a confundirlo con Dios y por ello, confiar en el mercado ha llegado a ser equivalente a estar seguro de que éste, como Aquel, era algo racional, justo, digno de confianza y representativo del valor de las cosas. “Dejad operar al mercado, él es sabio y sabrá poner cada cosa en su lugar. No toquéis nada, no intervengáis, dejadle operar libremente” nos dicen los liberales.

Pero donde ya todo llega al paroxismo es cuando los estatalistas (o socialdemócratas) descubren que para hacer churros sólo se necesita tener máquina y se lanzan, sin pasta alguna, a producir buñuelos de viento. Ahogan a todo el mundo con cheques multicolores en cuyo reverso cabe imaginar que puede leerse “En Zapatero we trust”. Y sus continuas cagadas, fruto de la improvisación y la falta de rumbo, las van tapando con otras mayores (más papeles de colores). Es algo así como lo que nuestros hermanos argentinos dicen de los andares del pato de la Patagonia: “una pisada, una cagada. Una pisada …”

Y así, de repente, llegará el momento en que todos despertemos y caigamos en la cuenta de que las cosas no valen en realidad lo que hemos venido diciendo que valían. El papel, que “lo aguanta todo”, ha hecho crecer la riqueza de una manera ficticia, como una inverosímil bola de nieve que, ladera abajo, arrasa ahora en su caída toda la confianza individual y colectiva en el sistema, dejando entrever una realidad aún peor que la misma realidad “real”: ya no confiamos en nada, ni siquiera en Dios.

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