De regreso de un corto viaje a Galicia, he puesto en orden una pequeña reflexión sobre el idioma que se habla por allí.
Sin afán de molestar a nadie, creo que el idioma gallego es un español mal hablado. Galicia ha sido hasta hace relativamente poco un territorio pobre de solemnidad cuyos naturales se han visto forzados por siglos a la emigración para ganarse honradamente la existencia. No lo han tenido fácil los gallegos durante muchas generaciones: una economía agraria en una tierra muy dividida; la dureza de la vida de los pescadores, arañando de la mar un fruto que solo tenía una salida local, como mucho el mercado de la capital más cercana (Orense, Lugo …) donde la pequeña burguesía podía permitírselo.
La pobreza se acompaña frecuentemente de un déficit cultural y ese ha sido durante siglos el caso gallego. No hace tantos años, digamos en las postrimerías del franquismo, hice mi primer viaje a la Galicia profunda. No hablamos de zonas turísticas ni de grandes poblaciones, no. Me refiero la Costa da Morte y las pequeñas aldeas solo accesibles entonces por caminos rurales sin asfaltar. Al llegar a cualquier pequeño pueblo, recuerdo ser objeto de escrutinio, entre desconfiado y curioso, de aquellas gentes, asombradas de que alguien fuera tan intrépido de acercarse por aquel camino por el que tanta gente se había ido para no volver jamás.
Una noche, cansado de andar, mis huesos hambrientos dieron en llegar a una minúscula aldea. Las luces de las casas apagadas contrastaban con un caserón del que salían a la vez recias voces ininteligibles y, por las rendijas de la puerta, desbordantes chorreones de luz. Era a la vez un colmado, donde se vendían todo tipo de productos de alimentación, tabaco, jabones, etc. y una especie de taberna en la que los lugareños, entre gritos, jugaban a las cartas mientras otros miraban y todos bebían. El chirrido de la puerta al abrirla fue el principio de un largo y espeso silencio, en el que sentí clavados sobre mi humilde persona decenas de pupilas escrutadoras.
Forcé la voz para dar aire de seguridad a un ¡Buenas noches! que fue contestado por una especie de múltiple rugido entre dientes. Poco a poco, según me acercaba a la barra, todo fue tornando a la bulliciosa normalidad preexistente. La barra era exageradamente alta, como si de forma deliberada se buscara que nadie de estatura normal pudiera apoyarse sobre ella. Me pareció que alguien gritaba: ¡Maruxa!. Al poco apareció una mujer vestida de negro con un delantal y un pañuelo gris a cuadros sobre la cabeza. No soy capaz de calcular qué edad tendría, desde luego no era joven, pero está claro que no era tan vieja como parecía. Se me quedó mirando y dijo algo que no entendí. Le pedí si tenía algo para cenar. Está claro que la mujer me entendió porque me llevó a la trastienda donde me hizo acomodar en una mesa. A partir de ahí mi situación comenzó a mejorar de forma acelerada. La mujer me trajo pan y vino. Le entendí que su hijo había cogido por la tarde unos pescados que, al poco, me trajo fritos. La mujer no hablaba el español y eso le producía una sensación de vergüenza que yo entendí inmediatamente. Por eso, cada vez que ella hablaba, yo movía la cabeza afirmativamente como si la hubiese entendido, aunque sospecho que su sagacidad le hizo comprender enseguida que nuestra comunicación era muy pobre.
La cena se completó con unos huevos fritos con patatas como no los había comido en mi vida. Auténticos, de corral. Estoy seguro que las gallinas de aquella señora tenían su propio nombre y, casi me atrevería a decir, que eran felices.
Todo lo que cuento en esta historia, lo tengo vívidamente grabado en mi memoria. Pero lo que no olvidaré nunca es la percepción de que aquella bondadosa mujer estaba realmente avergonzada de no saber hablar el español. Tan no lo hablaba, que puedo asegurar que hacía verdaderos esfuerzos por que le entendiera en una mezcla de gallego y español que, a buen seguro, no era lo que hablaba con sus vecinos de aldea.
Han pasado los años. Se han abierto nuevas vías de comunicación, los caminos de antaño son hoy autopistas. El teléfono, la radio, la televisión e incluso el internet, llegan hoy a todos los rincones del territorio nacional, por difícil que sea su orografía. La enseñanza es obligatoria y gratuita. Todos los niños van hoy a la escuela. En fin, se ha elevado el nivel cultural hasta cotas insospechadas.
Por el camino, algún político, que si hablaba español, sin ningún pudor, sin ninguna vergüenza, se dijo: “Es verdad que el gallego es un español mal hablado, pero es nuestro. ¡Potenciémoslo!¡Que todo ciudadano de Galicia hable gallego! Y mientras le tenemos ocupado en ello no se dedicará otra cosa.”
Y de este modo, ahora que hay cultura. Ahora que hay medios y maestros para que en cada rincón de Galicia se hable un perfecto español, con el que el natural de esa tierra puede entenderse perfectamente con cerca de 500 millones de seres humanos, ahora …
Ahora es el momento de invertir esfuerzos y dinero en hablar español mal hablado. Ahora aparecen los políticos locales, torturadores y caciques de aldea, preocupados en seguir viviendo a costa del humilde ciudadano, mientras le cortan las alas para que no pueda volar lejos, no vaya a ser que se les escape. Puff, “Dios que buen vasallo, si hubiera buen señor”